El Cocinero

– Amigo he trabajado todo el día, no se imagina cómo me duele el estómago. Deme ese plato con yapa, no sea así. Cuando uno come mal, no se puede trabajar bien.– dijo el médico en un gracioso tono de súplica.

– ¿Acaso usted se cree que es el único que come aquí? Este es un hospital público y todos comen igual. Y si no le gusta, váyase a otro.

Enrique se quedó pasmado con la déspota respuesta que recibió del cocinero. Había atendido pacientes 12 horas sin descanso por un sueldo que no era el mejor pero sí lo único que había podido conseguir hasta el momento. El país se encontraba en un estado de shock constante, la gente se sentía burlada y no encontraba atisbos de un mejor mañana. La zozobra podía palparse en cada esquina y las tradicionales malas prácticas de los políticos corroían todos los escalafones sociales. Cualquier institución pública padecía de una psoriasis de tiranía o corrupción congénita y aquel hospital no era la excepción. Quienes tenían las riendas sabían dónde y cuánto invertir; los de abajo, los que solo se limitan a votar, no imaginaban la licuadora financiera hacia la cual los estaban dirigiendo silenciosamente. En ese país, la clase media tenía que buscárselas y rebuscárselas para alcanzar un salvavidas económico.

El joven médico se sentó en el comedor y durante los escasos minutos que duró su almuerzo no dejó de mirar fijamente al cocinero. Le dio la presa con menos carne, aquella que rápidamente observó era la de menor tamaño. Le dio un ala y esa fue la única comida de Enrique aquel día. Él era un tipo soñador, hasta en exageración bromeaban sus compañeros de trabajo, pero por un momento experimentó un odio incontrolable que no se le quitaría en varios días. Cuando le tocaba ir a almorzar y el cocinero estaba de turno, pedía su almuerzo con soberbia y omitía el agradecimiento. En el fondo, Enrique estaba harto del cáncer de mala voluntad que afectaba al país. Ya no eran solo los políticos pidiendo coimas, también eran los cocineros repartiendo los almuerzos a su antojo. Las presas más grandes para sus colegas o las personas que eran de su agrado. Las presas más pequeñas para aquellos que pedían de favor un poco más. ¿Qué pasaba en ese país? Las personas empezaron a aprovechar la más mínima ventaja de poder para abusar del otro sin pensarlo dos veces.

Era marzo, el calor del invierno azotaba los termómetros y las enfermedades virales hacían reventar las filas en las farmacias. Enrique había tenido otro día, como aquella tarde en la cual se encontró con el cocinero. Despachó a su última embarazada, le agendó la fecha de parto y le dio unas recomendaciones en caso de contracciones. Cuando se disponía a quitarse el mandil, escuchó unos golpes secos y desesperados en la puerta.

– Doctor por favor ayúdeme. Mi esposa está de parto ayúdeme nadie me quiere atender. Yo trabajo aquí doctor por favor.

Los golpes no dejaban de cesar y a Enrique la voz se la hacía conocida. Cuando abrió la puerta, ambos hombres se reconocieron. El cocinero que le había negado un poquito más de comida, ahora suplicaba al médico que ayude a su esposa.

– Amigo, yo lo atendería pero ¿sabe qué? Aquí casi no me dan de comer y uno no puede trabajar bien cuando no come. Aparte, mi turno ya acabó y no tengo energías para atender otro paciente. Pero puede esperar en Emergencia que tal vez alguien aparezca.

El cocinero se tragó su orgullo y sin emitir palabra decidió mendigar ayuda en la sala de Emergencia. Quien no tenía ‘padrino’ al momento de pisar un hospital público corría la suerte de sufrir alguna desgracia. La pareja optó por retirarse lentamente mientras el médico permanecía en la puerta. Enrique se quedó con la mirada desesperada de la mujer e intuyó que su estado no era el más óptimo. Decidió llamarlos y desamarró los nudos de la ineptitud hospitalaria para que la criatura llegara al mundo sin mayores complicaciones. Su sensibilidad no le permitiría desentenderse de la suerte de esa mujer.

Enrique salió del quirófano con la sensación del deber cumplido. Durante los meses siguientes, el cocinero no olvidó la yapa del médico. Al llegar el nuevo milenio, Enrique tomó un avión con dos amigos de la universidad. Lo que se creía como una licuadora financiera terminó siendo una licuadora social. Los aeropuertos se volvieron escenarios de despedidas, en algunos casos definitivas porque hubo gente que nunca volvió a pisar su país.

El cocinero y el joven médico se transformaron en recuerdos mutuos. No volvieron a saber del otro.