Tres

Tumbada al borde la cama, no se dio cuenta del mal tiempo que había llegado hasta que un par de gotas atrevidas decidieron mojarle la espalda. Con la llama de una pequeñísima vela sobre el velador, cerró la ventana, agarró la manta más gruesa y volvió a adentrarse en los sueños que había dejado en stand by. Soñaba tanto que a veces confundía los sueños con la realidad, soñaba tanto que a veces sentía que necesitaría tres vidas más, soñaba tanto que a veces simplemente no quería despertar. Se agarró de su almohada y se perdió en las dos plazas que tenía su cama, dos plazas que parecían dos kilómetros para su diminuto cuerpo y para la soledad con la que compartía habitación.

Esa noche, llegó a bajar tanto la temperatura que incluso la vela decidió apagarse por voluntad propia. Mejor extinguirse dignamente a verse arrasada por una vaga corriente de aire. Cuando dentro de aquellas cuatro paredes no quedó ni el más mínimo rastro de luz, Adriana despertó a raíz de un estruendo en el piso inferior. ¿Un gato callejero tal vez? ¿Su hermano de visita inesperada? ¿Ofelia porque había olvidado las llaves de su casa? Ninguna posibilidad era creíble, ella lo sabía. Sin embargo, también sabía que debía bajar las escaleras. Se enfundó en una salida de cama, olvidó las pantuflas y lanzó su cabello hacia atrás mientras simulaba una coleta de caballo. Ella conocía el lugar exacto de cada mueble y cada estantería, había memorizado incluso a la perfección aquellos centímetros de más que tenía un escalón de su casa, no necesitaba de luz para moverse en esos metros cuadrados. A medida que la lluvia empezaba a dar tregua, los ruidos se sentían más cercanos. Cada paso en aquella vetusta casa podía escucharse, las tablas difícilmente serían cómplices de sorpresas o ladrones.

El esposo de Adriana había llegado de su misión en Liberia, los ruidos ya tenían autor. Adriana se abalanzó a sus brazos, llevaban meses a través de llamadas breves con burocracia internacional. No podía creerlo, después de tanto tiempo y de sacrificios sobrehumanos él estaba de vuelta en casa. Dejaron que el silencio y las caricias hicieran su parte, pusieron la cantina para probar aquel té exótico africano que él le había comprado un poco antes de abandonar el continente. Se embriagaron de besos y se quedaron dormidos.

Cuando amaneció y el sol tímidamente intentaba restarle espacio al frío que había azotado la ciudad; Ofelia llegó con sus panes caseros recién horneados. Porque sabía cómo se ponía la señora cuando llovía y hacía frío; y esa noche precisamente, había sido la más fría en los últimos años. Pero el periódico seguía inmaculado a la entrada de la casa y las cortinas que daban a la calle continuaban cerradas.

Bastaba dar un paso en aquella casa para entenderlo todo, el cuerpo de Adriana yacía en el piso víctima de algún cóctel de fármacos. Fue enterrada donde estaban los restos –o lo que se creía eran restos– de su esposo. Él nunca volvió de su misión, tan solo regresó una vez entre sueños para vivir las siguientes vidas con Adriana. Aquellas vidas que ella creía todavía le quedaban, ¿tres vidas, cierto?